sábado, 19 de febrero de 2011

Santa Helena con Hache. Revista Zig-Zag, Julio 1959


                                                                 

                                                                 
                                                                             


                                                                   

                                                                   Foto: “ Un pueblo que custodia las buenas
                                                                                       Soledades de otros tiempos”

Los Hechos y los días

SANTA HELENA CON HACHE

POR SIMBAD EL MARINO.

En esta tierra de capitosos vinos abundan lo que sido bautizados  con nombres que pueblan el santoral, los Evangelios, o las leyendas doradas de la Epifanía. Nuestro  terratenientazgo colonial, agropecuario, perdurado hasta el presente, siempre fue  muy devoto de estas cosas. Los viejos huasos, fundadores de los antiguos viñedos, dueños de una fama que más de una vez les dio – y les sigue dando- vueltas y revueltas a la distinta redondez del mundo, podían  ser grandes señores y rajadiablos, como lo fueron y lo son aún. Pero por encina de todas las flaquezas de la condición  humana,  siempre lograron destacar como algo íntimo y relampaguante al mismo tiempo  – de la misma manera que una luz que se va decapitando sombras- su amor reverencial por el misterio y las presencias religiosas. Fue ésta  la pila bautismal  que sostuvo los nacientes agrados bebestible de los vinos chilenos con nombres de santos, el Santa Rita, el Santa Emiliana, el Santa carolina, el San pedro y todos los demás. La familia es larga y muy eufórica en su gama plural y diferentes sabores. Creo haberlos catado todos  en mi andanza nómade. Pero el que siempre me produjo curiosidad y asombro fue el vino Santa Helena, que es un tinto profundo, grueso cálido, apto para saborear mejor esos  asados criollos, a la parrilla, que exigen los apoyos de un pebre cuchareado. Cada vez que lo pedí, los mozos le gritaban al hombre del mesón – “ ¡ A ver¡ ¡ Un santa Helena con Hache¡….”-, y yo, oyéndolos, me quedaba sumido en los dilemas, como en un pozo que no tuviese fondo. ¿De dónde le vendría esta Hache a Santa Helena, que ya tenía la suya? Era la enigma que me apasionaba.
           
SORPRESIVAMENTE, comencé a descifrar el puzzle en las tierras de Peumo, porque fue hasta ellas, por el ramal de Pelequén a Las Cabras, en la costa de Colchagua, a donde me condujo la hebra de este ovillo. El “Santa Helena con Hache”- no el vino, precisamente, pero si la especial manera de decirlo- salió desde Peumo hacia  Santiago. ¿Cómo? ¿Porqué? ¿Cuándo? Hallé la respuesta en el pueblo.

          Fue por aquí, por acá, por estos lados, donde un día se  apareció la dama. Venía un auto, y cuando bajó el coche, el viento de la tarde, que es hurgete y retozón en Peumo, hizo ondear sobre sus hombros  la maja gallardía  de un capote  de torero. Si después  se supo que se trataba de la capa del propio  Manolete, lo cierto quien sus inicios el hecho  sólo pudo precipitar encontrados desconciertos. Nadie  conocía  a la extraña visitante. Pero ella, no se paraba  en estas mezquindades. Tranqueó por la plaza, con ágiles zancadas, con los ojos muy abierto para verlo todo. Como aferrada por sutiles e invisibles garfios, se detuvo frente a la iglesia vieja y agrietada. Parecía un mapa del tiempo en sus adobes con arrugas que se iban en escombros, con un portal deshecho  y un campanario desplomado. Largamente la señora contempló estas ruinas. Las galas toreras parecieron ondear con mayores gallardías sobre ella, cuando avanzó  hacia el templo y llamó al párroco.

-         Cura-  le dijo, con una voz  que tenía en sus acentos los implacables imperios de lo
categórico-, sí Peumo es muy hermoso, su iglesia  es muy fea. Y se está cayendo….
    
            El sacerdote alzó los ojos al cielo. La mano de Dios había  dispuesto así las cosas. Los años  que corrían era pobres. Tan pobres, como aquellas de las vacas flacas de que habla la  Biblia. Obligaban a la gente a  convertirse en avara de su propia escasez.

        Mientras el párroco exponía sus esperanzas  y penurias iban fulgurando hasta ser  relampagueantes los hermosos ojos grises de la dama. Cuando el sacerdote dejó de hablar, la señora sacó lago del bolso, y garabateó también algo sobre su codo izquierdo utilizado  como mesa, con el capote de torero encima:
-         Tome, cura- le dijo, alargando  un azulinó rectángulo  de papel-, aquí tiene para comenzar las obras de su nueva iglesia .Y a ver su vuelvo, dentro de algunos días, para que sigamos conversando….

Era un cheque por diez mil dólares, cobrable en el National City Bank, de Santiago. El cura se quedo absorto contemplándolo, acaso pensando en que de nuevo, como en la feliz edad  desaparecida, podían producirse en la de ahora  los milagros. Cuando levantó los ojos  la dama  ya no estaba. Se había ido sin esperar las gracias.

Pero regreso, al cabo de unos días como lo había prometido. No venía sola. La acompañaban  un ingeniero y un arquitecto. Con ellos llevando a  la vanguardia al cura  jadeante de emoción se fueron a buscar por Peumo hasta encontrarlos, a los albañiles y peones necesarios. Viga a viga, ladrillo tras ladrillo con verdadero amor, la nueva iglesia se comenzó a levantarse  con los alegres bríos de una flor que sube. La obra ya iba a medio camino cuando la dama frunció su ceño con dudas y sospechas. Las mostró ante todos con dura franqueza. Si estallaba un incendio no había posibilidades de que se salvase nada  en Peumo. Ni siquiera la iglesia nueva. No había bomberos en el pueblo. Pero era preciso que los hubiese. No faltarían  los voluntarios en la generosidad de su animosa  juventud. ¿Cuánto costaría entonces un cuartel con su gallo y su correspondiente carro- bomba, con hachas con escalas, con mangueras? ¿ Tanto, más o menos? Bueno aquí están los cheques. Tómelos usted, cura. La única exigencia  es que el cuartel quede cerca de la iglesia.     
   
De esta manera, junto con los orgullos de su templo nuevo, Peumo tuvo a los primeros bomberos de su historia. Fue  Helen Wessel, la norteamericana que ama Chile y lo lleva en el  corazón (“como la hostia al Caliz”, dijo el cura), la sorpresiva Hada Madrina del pueblo colchagüino. Todavía los huasos se quedan boquiabiertos cuando la contemplan en sus rápidas visitas, y siempre la voz se les hace ancha y ruda ternura entre los labios  cuando la nombran. Helen significa Elena en español. En chileno, sobretodo. Elena no lleva haches que suele lucir en otras lenguas, incluso en la propia castellana. Pero esta gringa es elena con Hache. Desde entonces, a la manera de un áspero  homenaje popular, en Peumo le dicen  a Helen Wessel “Santa  Helena con Hache”.

            De allí, quizás por qué extraños  senderos, el nombre marcho para quedarse, también señalando un vino.