jueves, 16 de diciembre de 2010

En aquel Pueblo



    


Hace unos años atrás, Loreto Bravo Cuervo invitó a sus amigas de Temuco con las cuales compartía la pasíon por la literatura  y otros quehaceres del alma, a pasar unos días en Peumo. De esa estadía quedo este cuento que les presentó 


EN AQUEL PUEBLO.
                                                                                                   
                                                                                                Autora: Cecilia Castaings.

A María Cecilia, quien caminó por aquel
pueblo en las tórridas tardes de un verano.


La verdad es que siempre supe de la existencia de los ángeles pero por supuesto, muchas de las cosas de su mundo me eran desconocidas.  Desconocidas hasta que la vi sentada en un escaño de la plaza de aquel pueblo con su traje largo en tonos lilas y morados.  Me acerqué teniendo conciencia de que, tal vez, los otros paseantes no la verían de ser así tenía que causar la impresión de que me dirigía al escaño para estar sola.  Me senté a su lado y a pesar de la paz de su semblante, noté que estaba triste.

Me propuse estar con ella por un día, o los días que fueran.  Así, seguí sus pasos cuando se puso de pie dirigiéndose a la iglesia.  Estando dentro de la antigua nave observó con atención el rostro de cada personaje santo y se detuvo frente al Cristo que en un rincón sufría su martirio.  Se acercó lentamente y con cuidado soltó de su cabeza la corona de espinas, para aliviar el dolor y la presión.  Fue entonces cuando supe que no había ignorado mi presencia:

-¡Son más de dos mil años!- me dijo.  Impresionada por este desconocido gesto me apresuré a ayudarla y cogiendo la corona la deposité en el suelo.
- Así está bien, susurró.

Terminado este acto de justicia divina, salió del lugar tan quedamente como había entrado.

El pueblo era antiguo y en él, algunas personas, ignorantes de su privilegio empezaban a morir junto a sus cosas.  El ángel se dirigió a una tienda donde su octogenario dueño se erguía con desesperanza detrás del mostrador.  En los anaqueles, se ordenaban innumerables cajas cubiertas por el polvo de los años.  Dijo necesitar muchas cosas y pidió permiso para revisar personalmente la mercadería que no se movía de su sitio desde hacía mucho tiempo.  Bajó cajas de botones y empezó a escoger:   estos rosados, aquellos celestes, algunos amarillos.  Hizo todo un desorden sobre el mostrador y dijo:

         -¡Me los llevo todos!
        
         No sé si en aquel momento me veía, pero también escogí algunos para el abrigo de un tío abuelo que no existía y otros para una falda queme confeccionaría algún día.

         Ante los atónitos ojos del anciano, el ángel pidió una armónica, un peine rosado, varios monederos.  Volví a sumarme al pedido solicitando una crema de manos que sabía era la marca de mi abuela.

         Trémulas sus manos, el viejo empezó a sumar escribiendo los números sobre un pedazo de papel para envolver.  No equivocó el resultado.  El ángel pago su parte y yo la mía.  Al salir, volví a darme cuenta de que no ignoraba mi presencia:

-Con esa suma podrá comer un par de días, me dijo.

         Mientras nos alejábamos de la tienda vi que alzaba las manos abriendo y cerrando sus palmas como si lanzara pájaros a volar al infinito.

         -¿Qué haces?-  Me atreví a preguntar.
         -Despido a los fantasmas de la tienda-  me dijo –estaban aprisionados en las cajas y era tiempo de que ya se fueran, pero no les obligo a irse – continuó – pueden quedarse para acompañarnos, si así lo prefieren.

         Las casas estaban puestas con cuidado a lo largo de la calle y aunque una con otra no se parecían, formaban una hilera perfecta.  En apariencia nada habría podido alterar esa especie de orden, pero de pronto, encontramos un muro, un muro viejo y derruído con sólo una puerta en el medio y nada detrás suyo.

         Quise saber qué habría más allá, pero mi acompañante se paró en el dintel y luego sonriendo ocupó el escalón de la puerta sentándose sobre él.  Tenía mi cámara y en un acto banal y acostumbrado tomé una foto.  El ángel se reía.

         Por aquellos días, estaba yo de paso en aquel pueblo disfrutando mi estadía con una amiga en la casa de sus antepasados.  Tendría que irme, apartar mis pasos de los pasos del ángel, me debía a mi amiga.  Con este pensamiento la seguí, iría hasta donde me fuera posible.  Era la oración, el filo del crepúsculo y de pronto decidí cambiar las cosas.  Iría delante ¿me seguiría el ángel tal como yo lo había hecho?  Cruzando la plaza había un angosto callejón y en él unos columpios que se alzaban hasta el cielo al compás del impulso de los niños.  Me adelanté con paso firme temiendo que el ángel se sentara en la plaza, como había sido su costumbre.  Esperé y cuando un columpio quedó libre me abalancé sobre él y comencé un impulso loco por los aires.  Miré con temor hacia el comienzo de la calle, temía haber perdido al ángel, pero no, venía resuelta y cuando estuvo allí un niño detuvo su vaivén y se alejó.  La vi sentarse con elegancia, coger las cadenas y comenzar arriba hacia atrás, arriba hacia delante.  Entre las sombras distinguía su traje lila volando cada vez más alto.

         Luego de unos momentos y cumpliendo con lo decidido terminé con el juego.  No necesité despedirme, el ángel compartió mis pasos, hasta llegar a la casa.  Luego de entrar, intuí que no debía preocuparme, tal vez  pernoctaría en el patio de naranjos, tal vez en el vano de alguna de las múltiples puertas, tal vez en la galería frente al limonero, tal vez en la habitación al lado de la mía, tal vez…

Mi amiga daba sus últimas vueltas nocturnas por la casa y me llamó una ventana del segundo piso para mirar a Venus.  Estaba luminoso y grande y una fina estela color lila se desprendía de él.

-¿Qué es esa luz?, le pregunté.
-Tal vez un ángel que se va a dormir- me dijo.



Al día siguiente.

Debo tomar al desayuno una tableta de un medicamento, la otra corresponde después de la última comida del día, misma que siempre se me olvida.  Estando en esto sentí su voz:

         -Tómalas juntas – me dijo – la de la tarde suele olvidarse, no te hará daño, es un producto natural.  Su hablar tenía un susurro de naranjos, de limoneros, de aire matinal.  Pensé que todo aquello venía de lo alto y literalmente, no me equivoqué.

         -Vengo de haber subido un cerro de mil trescientos metros – siguió diciendo – a veces, el diablo está ahí arriba y quise verlo.

         -Esa última afirmación me dejó confundida ¿qué mérito tiene que un ángel suba la cantidad de metros que sea?  Se lo permiten su levedad, su estructura…su mundo.  Pensé que bastaría con que cerrara los ojos y ya estaría arriba, ella podía subir donde quisiera.  En fin, no pretendí, ni pretendo comprenderlo todo, menos aún ese mundo que tal vez estaba detrás de la puerta vacía, ni los fantasmas que fueron enviados al infinito, ni el Cristo que ya no sufre, ni subir a ver al diablo…

         El día continuó con mi paseo a la plaza para seguir los pasos del ángel.  Espié sus movimientos y busqué mensajes en su caminar por las calles soleadas del pueblo.  Cuando pude estar a su lado me fijé en su semblante:  estaba triste, demasiado triste.  Continué con ella hasta el habitual escaño de la plaza y me senté a su lado. Toqué su brazo en señal de cariño e irrumpió a llorar, lloró mucho.  Se limpiaba las mejillas con el dorso de la mano, igual que hacemos los humanos.  No supe qué hacer ni qué decir, pero sacando fuerzas de flaqueza me atreví a preguntar:
        
         -¿Por qué lloras?
         -Lloro por las posibles muertes de niños y jóvenes – dijo – trato de impedirlo, tienen cosas que hacer y repitió:
         -¡Lloro por sus posibles muertes!

-Luego de unos momentos se calmó  y poniéndose de pie cuan alta era se dirigió a la iglesia.  Estando allí, me di cuenta que su objetivo era comprobar si la corona de espinas del Cristo aún estaba en el suelo, pero no, alguien había vuelto a depositarla sobre su cabeza.  Entonces el ángel maldijo:

         -¡Quien haya hecho esto sufrirá por tres días el mismo dolor!-afirmó y luego repitió con más fuerza:
         -¡Será un dolor terrible!

         -El día transcurrió con los asuntos habituales y no nos dimos cuenta cuando cayó la tarde.  Comenzaron a llegar al pueblo las primeras sombras y de nuevo empecé a temer la despedida.  Sin embargo, el ángel se dirigió al callejón de los columpios y por supuesto, la seguí.  Sentí que seguía teniendo el privilegio de un poco más de su compañía e inicié el juego como la tarde anterior.  Mi columpio se elevaba y también el suyo, cada vez más alto, cada vez más arriba.  Pasaron los minutos y cuando creí que era tiempo de marcharnos empecé a detener lentamente mi vaivén, pero ella seguía jugando.  Podía ver su traje lila ondeando a la luz de los faroles y seguí mirando hasta que el lila no era más que un destello, hasta que el destello se esfumó de a poco delante de mis ojos, hasta que el columpio continuó vacío su movimiento rítmico, hasta que detuvo su vaivén.


lunes, 13 de diciembre de 2010

Historias de Marisol

HISTORIAS DE MARISOL


Mi infancia
En fin, yo llegué a la vida en 1947 cuando querían un niño que reemplazase a Gastoncito, 9  años después del nacimiento de Tomás, por tanto no fui lo bien recibida que yo hubiera querido.
Cuando yo tenía 5 años, Loreto tenía 17 años y Tomás 14. Me molestaban mucho y mi abuela Delfina, que siempre vestía de negro, me defendía y los corría a escobazos y yo me metía entre su falda y la enagua o detrás de ella. Ellos tenían amigos y mi hermana salía con sus admiradores. La mandaban conmigo en los paseos a la plaza y los pretendientes tenían que comprarme dulces. En esa época me molestaban mucho. Decían que yo no era hermana de ellos porque era negra. Que me habían dejado los basureros en el cajón de la basura y cada vez que pasaban me recordaban que si me portaba mal les iban a decir que me llevarán de vuelta. También siempre me perseguían para echarme en una cuba de cloro o en el cajón de la harina para que blanqueara. Además que decían que como yo era descendiente de los mapuches tenía callana, una gran mancha negra en el trasero y yo vivía tratando de verla con un espejo y nunca la encontraba pero ellos decían que si la tenía.

Mi sueño circence
Una vez un vecino de la época, el Chicho López, trajo muchos, muchos troncos de árbol partidos. Yo  con mucho esfuerzo los acomodé uno sobre otro en círculo para hacer las galerías de un circo. Cuando ya iba por la cuarta corrida en altura se me ocurrió probar los asientos y me caí estruendosamente y me rompí una pierna muy  feo. Hasta hoy tengo la marca. Después de eso comprendí que no podía construir las galerías pero yo si podía ser artista del circo. Empezó mi período como equilibrista. Ponía dos troncos con una tabla encima y los hacía rodar o los ponía en forma de pirámide y con mucho cuidado veía hasta donde aguantaban. También traté de subirme a una cuerda pero no me resultó. Por esa época debo haber tenido 5 años. Pronto comprendí que allí no estaba mi futuro.  Lo único que pude hacer bien fue andar arriba de tarros de Milo con cordeles.

La huerta de mi abuela
Siempre me mandaban al lado de la huerta a sacar los huevos de las gallinas y me daba pánico. En cambio me encantaba ir con mi abuela quien me decía los nombres de todas las verduras y plantas medicinales. Una vez tropecé con una piedra un tanto grande, me agaché y furiosa la tiré hacia atrás y…… me cayó en la cabeza y me hice un tremendo cototo.

Después de la acequia
Cuando crecí me iba al otro lado de la acequia. Había un durazno tomate que daba unos frutos exquisitos y muy dulces. Arriba de él pasé el terremoto del 60 y toda mi familia me buscaba porque un una pataleta me había arrancado a la quinta.
Una vez con las Maldonado, que eran mis vecinas por entremedio de los cercos de las quintas, conseguimos un caballo de los que se usan para llevar  el arado. Yo me subí, así sin montura y el caballo se puso a andar un poco fuerte y yo no podía manejarlo. Me quedé agarrada de un árbol y no me podían bajar si que el trabajador que nos había prestado el caballo me tuvo que ayudar.
Dos veces corriendo por entre los cercos me agarré en los alambres de púa. En el último la Inger me puso la vacuna antitetánica. De ahí tuve más cuidado.
Allí también degusté los exquisitos caquis y los injertos de ciruelo con durazno de la Mercedes Maldonado, una señora bastante cascarrabias y tía de mis amigas. Una vez me pilló justo arriba de su inmensa escalera y por supuesto me acusó a mi mamá. También le tomaba las rosas porque nosotros no teníamos y a ella le crecían hasta en los cercos.

Las Maldonado
Y de allí me iba donde las Maldonado, la Pecha y la Violeta. La casa de ellas por la calle quedaba como a 5 casas de la mía en una esquina y por dentro solo a una quinta por medio. Caminábamos por las quintas y podíamos salir al Hospital. Con ellas jugaba mucho, pese a que mi familia estaba enojada con la de ellas y no se saludaban. Donde las Maldonado hicimos un escenario y actuábamos disfrazándonos y haciendo distintos números de danza y teatro y cobrábamos a los hermanos de ellas y a los amigos. Más tarde me tocaba pedirles permiso para ir a las fiestas y era todo un cuento, primero hablar con la mamá para que convenciera a don Augusto, que era temible. Pobre Pecha, murió hace unos años de una operación cerebral y sus familiares donaron sus órganos, pues así lo quería ella. Fui a su funeral a Peumo.

Los regaloneos culinarios de mi abuela
A mí me gustaba mucho estar en la cocina con mi abuela Delfina. Ella cocinaba a veces cuando no había empleada y siempre me daba algo para jugar o comer. Masitas, un plato chico de mermelada recién hecha, restos del molde de los queques, raspados de ollas… Mi huevo a la copa era infaltable. En las épocas de mi “sombra  al pulmón” añadieron la tacita de jugo de carne, la leche de vaca espumante de los Bursmester con cognac y finalmente el yoghurt de pajaritos. Me negué rotundamente a tomar aceite de bacalao vomitando ostentosamente las veces que intentaron dármelo por lo tanto me daban Cuatromín (un jarabe horroroso de caja amarillo-naranja con una foto de una adorable niñita sonriendo, estoy segura que ella nunca lo probó), Calcio Nils, un preparado para leche relativamente tomable y Calcio Vit, que era unas pastillas cuadradas blancas como tiza que se deshacían en la boca y venían en unas cajitas rojas. Este último me gustaba mucho de modo que me lo comía por cajas. A los 15 años me sacaron como 5 piedras del porte de una mora cada una cuando me operaron de vesícula. Siempre las asocio con mi exagerado consumo de calcio. Fuera de los miles de otras vitaminas y reconstituyentes que me hicieron tomar.

La leyenda de la culebra
Cuando ya estábamos en la casa nueva seguíamos con Quico López de vecino y seguía trayendo grandes troncos de leña. Un verano más o menos a las 4 de la tarde me dieron ganas de comer uvas. Habían pero no de la moscatel dorada por el sol que a mí me gustaban. De modo que tomé un sillón de paja, arriba le puse una silla de mimbre y sobre ésta una silla chiquita de paja. Con todo eso logré ver las uvas que yo quería y en eso estaba cuando por mi espalda se deslizó algo. Yo me di vuelta y miré y era una enorme culebra que se escondió en una ruma de ladrillos que estaban para hacer la pandereta. Fuí donde mi mamá que estaba en el negocio a contarle y me dijo que era una lagartija grande y que yo era una mentirosa. La única que me creyó fue la empleada que fue a buscar a Samuel, un trabajador que venía a veces a trabajar en la quinta. Yo le expliqué donde la había visto y allí estaba….enrollada la culebra. Samuel la mató con una pala y la tiro a la calle. Al otro día amaneció afuera de la iglesia. Medía más de un metro y era verde, celestosa y roja.

Mis enfermedades
Cerca de los dos años descubrieron que me tenía que operar de la cadera porque cojeaba y me tuvieron en el hospital San Borja. Yo hasta esa fecha era blanca y de ojos verdes. Allí, decía mi abuela Delfina, me pusieron sangre de un negro y por eso  se me oscureció la piel y los ojos. En todo caso le hicieron una manda a un santo y me mejoré y no me operaron. Como a mí al parecer no me gustaban los médicos  cuando me iban a examinar empezaba a gritar -“Me cago, me cago”-
Después tuve una “alergia húmeda” horrible. Me empezaba en una oreja seguía por todo el cuello por atrás y terminaba en la otra. Vivía con un paño con crema que me amarraban arriba de la cabeza y que no me podía tocar en la noche. Por suerte se fue.
Como a los seis años me salió un poroto debajo de la oreja izquierda. Me llevaron donde Tafer Urbina. El tenía rayos y uno se podía ver los huesos de la mano. Dictaminó sombra al pulmón. Mi padrino me sajó el poroto y salió un montón de pus. Después me tenían que hacer curaciones y yo no las aceptaba. Total mi tía me regalaba tijeras, volantines, dulces, banderitas chilenas y todo lo que se me ocurría. Una cosa por cada curación. Sólo así aceptaba a la Jovita, la enfermera que me curaba. Después me tuvieron “en clima”. Estuvimos cerca de un mes con mi tía Julia  en Villa Alemana. Super aburrido pues estábamos en una pensión y yo no conocía a nadie.
Después tuve todas las pestes. Cuando me dio la cristal era tan chancha que sacaba las cupulitas, me comía lo de adentro y las dejaba en su lugar. No se como no tengo la cara llena de cicatrices.
Cuando tuve paperas tenía como 11 años.  Vivían los Benavides al lado. Me trajeron toda la Colección de Monteiro Lobato, un escritor brasileño, que narra historias para niños muy hermosas y de su cocinera negra. Creo que él influyó mucho en mi antimperialismo ya que era profundamente nacionalista e integracionista.

Las mañas
Entre los 5 y 7 años me daban unas pataletas terribles. Me tiraba al suelo y gritaba terriblemente. Un día no encontré nada mejor que hacerlo en el medio de la vereda. Iba pasando Roberto Moya que me levantó y me dio un palmazo en el poto y le dijo a mi familia- “Eso es lo que necesita esta niñita”- Yo me callé y quedé muda de la impresión porque a mí me asustaba él. Siempre tan alto con su terno oscuro y su sombrero. Yo creía que él era la muerte caminando. Después le perdí el miedo y pasaba mucho a ver la Srta Victoria,  su hermana, que era también profesora. Tenía fama de estricta y ya estaba jubilada, pero a mí me gustaba conversar con ella. Siempre me regalaban fruta.
Dice Rina Boitano, la Sra de Tomás Ledo, que se murió de cáncer, que yo no dejaba a nadie entrar al negocio de mi mamá porque me tiraba al suelo y los mordía porque me creía perro. Yo no me acuerdo. Sólo tengo memoria cuando me creía el hombre goma del circo y todos tenían que mirar mis piruetas y decían que sería una gran gimnasta. Ja..ja...(nunca saqué más de un 4 en Gimnasia).
Más tarde como Peumo era tan chico yo me desaparecía constantemente. Preferentemente en bicicleta. Nunca tuve una nueva pero siempre me arreglaban una o me conseguía. Iba hasta Sofruco. Sólo una vez fui a San Vicente porque realmente era lejos y además me daba miedo que me pillara el tren en el puente. Cuando me demoraba mucho en llegar me encargaban a carabineros que hacían una ronda como a las 8 a caballo. Por supuesto nunca me vieron. En casa me decían “la viuda alegre”. Yo jamás me preocupé. Más tarde me arrancaba a jugar fútbol con los mellizos Farías y el Caluga. También intercambiaba revistas, especialmente Los 7 Halcones y Superman.  Del OKEY sólo me gustaba Mandrake el Mago, Flash Gordon  y Condorito. A Dick Tracy siempre lo odié. También leía La pequeña Lulú

Mis primeros negocios
Cuando tenía como 9 años descubrí los dibujos que mis hermanos hacían para el colegio. Los dos pintaban bastante bien así que los tomé y los vendí todos. Allí nació mi alma de comerciante.  Pero a ellos no les gustó nada mi negocio y estaban furiosos cuando se enteraron que sus mejores dibujos habían desaparecido, porque por supuesto yo  no vendía los de nota 4 ni 5.
También por esa época me tomaron clases particulares de inglés. Yo lo que aprendía lo enseñaba por dos pesos la hora.
Hubo una moda y era usar espaditas que se colocaban en la solapa o chombas. Se hacían con cables de la luz de distintos colores a los que se les sacaba el cobre y se los metía en el alfiler. Se vendía mínimo de 3. Quedaban bonitas y yo vendí hartas en el negocio de mi mamá.

Los marcianos
No se porqué pero recuerdo la historia de la invasión de los marcianos. Debe haber sido la historia de Orson Wells porque la escuché en la radio. En Peumo estaban haciendo el alcantarillado y yo me metía en los hoyos con un espejo y por el espejo observaba atentamente a Marte, el planeta rojo de donde vendrían los platillos voladores. Lo miré un montón de noches pero al no observar cambios se esfumaron rápidamente mis inquietudes astronómicas.

La vena histriónica.
Cuando tenía como 4 años las Olmedo me enseñaron una poesía que creo que se llamaba La Muñeca y la recité en el teatro de Peumo. Tenía el pelo largo y me hicieron rizos con tenazas calientes (mi pelo siempre ha seguido las más estrictas reglas de gravedad, es decir chuzo) y cuando hice la venia se me vinieron todos a la cara. Allí se inició mi carrera artística que duró toda la primaria.
También bailaba: jota andaluza, joropo venezolano, danzas húngaras con pandereta, resbalosa, cueca, ballet y todo lo que les ocurriera enseñarme. Lo único que no podía hacer era cantar si que me recomendaban que sólo moviera la boca.
Hice múltiples dramatizaciones ( El Soldadito de Plomo, Arturo Prat, La Bandera, etc.) aunque las poesías también las declamaba muy bien. Especialmente a la Gabriela Mistral. Poemas como El Niño Sólo. El Pastor, La Balada. También Carlos Pezoa Véliz; Nada.  Esta vena  artística culminó con mi representación de América donde yo aparecía envuelta en la bandera de América y que duró alrededor de dos horas y donde presenté a todos los países desde Canadá hasta Chile.  Lo divertido es que muchas veces me he sentido actuando y otras me he visto obligada a hacerlo y siempre recuerdo mi niñez y mi profesora Cecilia Campos, que era quién me enseñaba.

Mis maldades
Una mañana desperté con afanes científicos. Tomé una ampolleta de linterna y le puse unas horquillas de esas para el pelo rodeándola y luego metí las dos patitas en el enchufe. Nadie se explica como no me electrocuté pero hice un corte tan grande que tuvieron que venir de la compañía a arreglar la luz que se cortó en media cuadra. Desde  esa vez no me dejaron más quedarme en la cama en la mañana en las vacaciones y me ponían en el negocio a acompañar a mi mamá. 
También me encantaba hacer sabanas cortas. En esa época los colchones estaban divididos por la mitad, entonces uno tomaba las dos sábanas y las ponía debajo de la segunda mitad. Aparentemente todo estaba normal pero cuando uno se metía en la cama no entraba y había que levantarse y hacer la cama de nuevo.  Mi víctima preferida era la Pina, mi mamá, porque refunfuñaba y a mi me daba mucha risa.  También en el internado acostumbrábamos a hacerlo.
También me gustaba ponerle insectos muertos en los zapatos a mi mamá.
Antes de irme al colegio me llenaba los bolsillos del delantal con nísperos. Me los comía en clases y guardaba los cuescos. Apenas se daba la oportunidad y salía la profesora empezaba la guerra. Siempre tenía que haber una lora. Una vez me tocó a mí. Había que subirse arriba de un estante y mirar por una ventana que estaba sobre la puerta. En mi apuro por bajarme no vi unos vidrios y me los enterré en la palma derecha. Me llevé unos retos terribles pues fui a dar a la enfermería.
Una vez estaba jugando con la Bernardita Varas a ese juego en que uno se toma de las manos y una gira en su puesto y la otra alrededor. Parece que me entró el ángel malo pues cuando estábamos girando más fuerte la solté y la pobre se rompió la nariz. Por supuesto esa vez fue su mamá y además mi tía Lucha a acusarme a mi mamá y creo que me castigaron.
Bueno, hasta aquí es donde me acuerdo..............

Antología "El Evangelio de la Familia Bravo" según Marisol Bravo Cuervo Junio 2004


 

 



Empieza la leyenda de nuestra familia con un José Santos Bravo, que, según algunos, tenía propiedades de San Javier para adentro y otros dicen que era domador de caballos y que debe haber nacido por los años de 1850. Lo cierto es que él criaba sus caballos y luego competía en las carreras de la zona. Dicen que fue tan famoso que hasta el escritor Mariano Latorre, en su obra Zurzulita, escrita en 1920, lo nombra. Compré el libro y aparece un señor de nombre Santos, pero no podría asegurar que es nuestro bisabuelo. De su primer matrimonio con una dama de apellido Vargas, tuvo al abuelo Atanasio por el año 1875 y a la abuela Delfina en 1878. Del segundo matrimonio fueron Santos y Abel.

El abuelo Atanasio
El abuelo Atanasio se casó con Zoila Campos, oriunda de Cauquenes en 1895. Atanasio inició su vida laboral en  Valparaíso muy joven para trasladarse  a Curicó, seguramente con los dineros del padre, y fue dueño del local donde ahora se encuentra el Centro Español. En ese lugar él tenía una lamparería donde llegaban lámparas importadas de Europa, por supuesto a parafina porque en esa época no existía la electricidad. Posteriormente compró un fundo en las cercanías y además de ser engañado en el valor de éste, como desconocía absolutamente las labores del campo debió volver a la ciudad tras haber perdido todo su dinero. Allí se compró la propiedad de Merced esquina Peña donde puso una tienda de abarrotes y ferretería. Además construyó en la parte trasera del local una fragua donde acudían los talabarteros, constructores y quienes necesitaban de estos servicios.
Aprendió a leer y a escribir ya siendo un adulto porque lo necesitaba para el trabajo al que se dedicó. Era de baja estatura, pelo castaño oscuro, tez blanca, contextura regular y unos picarescos ojos celestes.
Tuvo siete hijos: Atanasio, Teresa, Zoila, María, Augusto, Manuel y Luis.

De los hermanastros Santos y Abel

Santos Bravo nunca tuvo negocios muy conocidos y su hijo Dagoberto tampoco. Tuvo  como 8 hijos: Rubén, Santos, Silvia y no recuerdo los otros nombres. Sólo que de repente llegaba a Peumo, en un auto negro, de cola larga y se abrían las puertas y empezaban a bajar caballeros de corbata y terno oscuro, que a mi me parecían salidos de las películas de Al Capone. Almorzaban y luego partían sin rumbo.
Santos padre se casó de nuevo con una mujer 30 años menor y tuvo otro hijo. Vivían cerca de mi casa en Guillermo Franke en Ñuñoa y mi padre le hacía la corte a Olga, creo que así se llamaba, después que murió Santos. La verdad es que nunca fue correspondido porque ya mi padre andaba en los 80 y no creo que ella quisiera otro anciano y más encima sin plata.
Abel, dice mi padre, que tenía una chichería por Quinta Normal. Por supuesto él lo fue a ver más de una vez pero nunca me llevó.

Los hijos del abuelo Atanasio y la abuela Zoila


Tía Mery
La tercera hija, María, tenía los ojos grises y estudió para ser profesora. El Abuelo encargó un piano de Alemania para que ella y sus hermanas aprendiesen música. Tía Mery, (como todos la llamábamos), nunca se casó, tenía una voz un tanto ronca y mantenía su tono de enseñanza aún en casa pero era muy buena. Parecía seria pero dio cariño a todos los sobrinos que durante cerca de cincuenta años pasamos por la Casa. Ella siempre protegió a nuestro padre, Manuel. Estuvo rodeada de una aureola de cáncer y otras enfermedades, sin embargo murió en el verano de 1982 cuando tenía más de ochenta años.
Fuimos a su entierro desde Santiago, Tomás, mi tía Julia, Angélica, Patricia, las niñitas y yo, pues Tomás estaba decidido a traerse algunos recuerdos y así lo hizo. Llegamos a Santiago con entre otras cosas, un baúl antiguo, que pertenecía a unos alemanes que alguna vez pasaron por la casa, y que ansiosamente deseábamos abrir. Dicen que en ese baúl estuvo la espada de un Rey de Noruega pero al parecer los alemanes habían vuelto y retiraron todo el contenido de valor del historiado baúl por lo tanto al abrirlo sólo tenía dos vestidos antiguos, telas, fotos, zapatos, y otras tonteras. Sin embargo yo arreglé un vestido que estaba entero cosido a mano y lo usé para un Año Nuevo. Apenas di  el primer abrazo se rompió el raso de las mangas y tuve que correr al baño, cortarlas y rogar para que no se rompieran los hombros que eran del mismo material. Hoy es una hermosa falda que nadie diría que tiene alrededor de cien años.

Los otros hermanos

Teresa
 Tenía un cutis muy blanco, como de porcelana, que ella cuidó hasta el día de su muerte. Se casó con Carlos Moraga Montero, que era un tanto charlatán y bueno para hacer negocios, pero sin embargo no tenía mucha suerte y siempre le iba mal. Terminaron viviendo en casa del abuelo Atanasio donde primero murió Carlos y luego la tía Teresa que era enfermiza y sufrió terribles operaciones. ¿Porqué pensaba yo que ella predecía el futuro o estaba ligada al más allá? Igual siempre le tuve miedo. A la hora que ella murió se quebró el florero de la mesa del comedor y mi madre se espantó porque el agua le echaba a perder el barnizado. Los tíos fueron prolíferos y tuvieron los siguientes hijos: Eugenia (Quena), Carlos, Sylvia, Raúl (el Gitano), Sergio que se quedó con todo lo del tío Tano y Arnoldo (el Loco) que se recibió de Medico Veterinario.

La tía Zoila
 Era buenamoza y siempre andaba llena de joyas, muy erguida, luciendo su busto y su señorío. Cantaba y tocaba el piano. Se casó con un español, Mariano Ruiz, (a pesar de que ella odiaba a los españoles según mi tía Julia), que tenía negocio y era muy trabajador. Fue muy feliz con él en una casaquinta que tía Mery les ayudó a comprar. Sus hijos fueron: Maruja, Jaime, Manuco, Queco y Zoilita.
Cabe destacar aquí que Jaime es nuestro único pariente en las gloriosas FF.AA llegando hasta el grado de Coronel de la FACH en Iquique. La tía Zoila murió en. Curicó.

El tío Atanasio
Era el mayor de los hombres y siempre lo recuerdo en Llico. Primero arrendaba el Hotel Miramar con Carlos Moraga y luego se compró el Hotel LLico que quedaba entre la laguna que salía al mar y el camino. Se casó con la tía Matilde, una matrona morena, robusta y alta, no con la educación requerida por los Bravo, tal vez, pero sí con un tremendo corazón. Quiso mucho al tío Tano. Ella tenía dos hijos: Oscarito y Segundo, que fueron reconocidos más adelante y también son Bravo. Oscarito medía alrededor de un metro, era muy simpático, farrero y arreglaba relojes, para lo cual tenía una gran habilidad. Todos están muertos menos Segundo, que todavía vive en Llico.


El tío Augusto
Tuvo una historia triste. Antes de casarse vivió muchos años en la pampa Argentina, tuvo dos hijos. Llegó vestido de gaucho y tomando mate. La tía Mery recibió uno de los hijos que vino a visitarlo una vez y como el tío andaba de farra no lo encontró. No volvieron nunca más. Se casó con la tía Matilde Zapata, tuvieron un niñito, el Cotorrito, y éste murió a los cinco años. Ellos jamás se recuperaron de esa pérdida. La tía era telegrafista y vivían en Cunaco por ese entonces. Después estuvieron en la Casa de Curicó durante varios años para trasladarse finalmente a Rancagua. Allí estaban en la casa de Telégrafo Comercial, frente a la plaza histórica de O´Higgins hasta que el tío pisó una cáscara de plátano, azotó su cabeza contra la solera de la vereda y murió. La tía Matilde, que usaba unos increíbles anteojos poto de botella verdes, murió hace poco. Pedrito, el sobrino de siempre la acompañaba. Mi hermana cuenta que una vez volvían del matrimonio de la prima Zoila y el tío venía con unos tragos de más. Iban cruzando la línea del tren cuando el tío se abraza a un pilar, de esos que tenían una llave y que les corría  el agua desde arriba para que la usaran  las locomotoras a vapor, y se pone a llorar. Loreto le preguntó que le pasaba. Y el tío sollozando le contestó ¡¡Es que no puedo parar de miar!!

El tío Lucho
Se recibió de profesor de Artes Manuales y trabajaba en el Liceo de Hombres de Talca. Se casó con Mirza Parada, que era una morena muy buenamoza y elegante. La tía tenía una voz ronca, fumaba, usaba los labios muy rojos y le gustaban mucho las joyas. Tuvieron a Ana Waleska. (Yo heredaba su ropa que era muy linda porque ella era hija única). El tío era muy bromista. También muy hábil con las manos y hacía mesitas, veladores, que todavía están usándose. En una oportunidad cuando el tío estaba veraneando en Llico quiso probar una nueva creación: una estilizada canoa y junto con Segundo y Oscarito partieron al lago Vichuquén. La canoa se desequilibró y se dio vuelta. Cuentan que el tío hacía gorgoritos, aparecía su cabeza y luego cuando se hundía aparecía la de Oscarito. Segundo logró llegar a la orilla y  los sacó a los dos.


De Manuel
Y sus historias hablaré más adelante pues ese es mi padre y tiene que encontrarse con su prima hermana Pina  que es mi madre. El nació en 1905 y cuenta que en 1910 vio el cometa Halley. Uno de los hechos honrosos para mencionar sobre él es que dio Bachillerato sacando veintiséis puntos y entró a la Universidad a estudiar Pedagogía en Biología. Yo vi su diploma así que es cierto.


De la abuela Delfina y cómo conoció a Tomás Cuervo
Cuando corrían los años de 1910 la hermana del abuelo Atanasio, la abuela Delfina, quedó viuda de Francisco Valenzuela, que tenía una Capellanía en su casa, el que le dejó joyas, (estas joyas quedaron en poder de la Zoila) y entre otras cosas, como herencia una virgen de madera de aproximadamente un metro treinta de estatura que después quedó en la pieza del abuelo en Curicó. Delfina era, al igual que su hermano, de baja estatura, tenía buen cuerpo, blanca de cutis y de hermosos ojos verdes, pelo ondulado, nariz aguileña y ya tenía sus treinta y dos cumplidos.
Ella no tuvo hijos de este matrimonio y volvió a la casa de su hermano y lo ayudaba en la tienda de Curicó. Al ver un español que trabajaba al frente, salía todos los días con un plumero a limpiar las vitrinas, empinándose de tal manera que sus tobillos quedaran al descubierto y a la mirada del señor español.
Este tenía por nombre Tomás Cuervo Larrondo y era oriundo de Bilbao. Llegó a Chile a los 16 años a Valparaíso donde lo sorprendió el terremoto de 1906. Dicen que el baúl que yo tengo fue la maleta que él trajo de España. Después de algunos años regresó a ese país donde contrajo matrimonio con doña Felipa.
Volvió con su esposa a Chile y se radicó en Talca donde trabajó en la tienda "La Bola de Oro". Tuvieron un hijo que murió a los cinco años, tras lo cual la madre murió de pena.
Entonces él se fue a trabajar a Curicó al frente de la tienda Atanasio Bravo, donde conoció a las pantorrillas de mi abuela Delfina y más tarde a ella.  En esa época él tendría unos cuarenta. Se casaron en 1911 y se fueron a vivir a Quinta Cailloma, hacienda vecina a Quinta Tilcoco donde vivía Juan, su hermano, quien había contraído matrimonio con Gabina  Basterrechea. Estos Basterrechea eran hermanos de madre de los Ansoleaga de Rengo. El tío Juan no tuvo hijos y murió joven en Rancagua de tuberculosis.
De Rengo hacia la costa en ese pueblo tan perdido como Macondo, Quinta Cailloma, el abuelo arrendó una propiedad muy grande con corredores que era una construcción muy antigua de adobe. El patio de la casa era muy amplio y se cultivaban las verduras para la casa y había muchas gallinas y chanchos. Allí instaló un almacén de tienda y abarrotes. Luego, con el dinero que ganó, porque era muy económico se compró una propiedad. El hizo los planos y construyó una casa cómoda a gusto de él, que estaba ubicada en una esquina, entre la calle que venía desde Rosario y la otra que lleva a la Viña.(2)
Aparte estaba el negocio de Almacén, Tienda y Agencia que él llamó EL GALLO y que tenía una redondela grande con el dibujo pintado de un gallo. Allí nacieron Delfina Gabina, Julia Guillermina y Gabinita, que murió de seis o siete meses, las tres hijas que tuvo este matrimonio.  
La casa antigua de Peumo
Estaba en la vereda sur de la calle Walker Martínez en el centro del pueblo y tenía un frontis inmenso. De una cuadra lo veía yo. La pared era celeste fuerte y lisa; pero a un metro y medio del suelo se encarrujaba y se ponía gris y había un pequeño relieve separando ambas superficies. A la derecha un gran círculo en el celeste y dentro un orgulloso gallo de perfil. “Tienda El Gallo”. Me imagino que igual al de Quinta Cailloma. Espero que otro personaje de esta vetusta familia explique porqué el abuelo insistía en tan original nombre.
Luego venían las puertas del negocio y al final una puerta café de dos hojas que era la entrada de la casa. Cuando a Tomás lo mandaban al colegio salía por esa puerta y entraba por las del negocio. Tanto salir y entrar lo mandaron a Curicó interno porque en esa época no podían entender que un niño pudiese rebelarse y desobedecer.
Por esa puerta se entraba a un largo y oscuro vestíbulo cuyo único adorno eran unas plantas de grandes hojas verdes alargadas, colocadas sobre pedestales de madera. Recuerdo que hubo un sombrío episodio en la casa y decidieron que esas plantas eran de mala suerte y las tiraron a la quinta hasta con maceteros. Siempre que las veo en algún lugar advierto sobre el hecho. Los avisos hay que darlos.



El interior
A la salida del vestíbulo había un largo parrón de uvas negras y moscatel blanca. El piso de cemento del parrón, medio azul, medio rojo, medio roto, medio color cemento, testimoniaba el paso del tiempo. Este parrón tenía tres cuadros con plantas  a cada lado en cuyo interior había un naranjo y además flores, como jacintos y azucenas
Siguiendo por el lado del vestíbulo había una inmensa despensa, que posteriormente se llamó “Trastienda”. Allí mi abuela y mi madre, secundadas por afanosas empleadas,  preparaban aceitunas en lejía en una enorme tinaja de greda y guardaban los tarros de mermelada de moras y de damasco en tarros de café, hechas en la paila de cobre comprada a los gitanos,  echándoles esperma de vela arriba para que no se avinagraran. También se hacía dulce y jalea de membrillo. Había frascos de papayas al jugos, algunas traídas por “El Paco”, pretendiente de mi tía desde Llolleo. Duraznos priscos de Sofruco. Había que poner firme la goma a los frascos, ver que no estuviese vencida y apretar bien el alambre. Sólo así el frasco quedaba hermético. Más tarde se ponían a baño maría en la mentada paila de cobre. Todas estas exquisiteces se guardaban y sólo se comían en importantes ocasiones. Hermanos míos, me olvidaba de la salsa de tomates, miles de botellas de bebida a las cuales se les colocaba un corcho accionando una especialísima maquinita de madera, que nunca supe como lograba hacer semejante milagro: achicar el corcho y meterlo en el boquete de la botella. A última hora es mi imaginación la que falla ¿verdad?. Bueno, antes del corcho se le echaba ácido acetilsalicílico y un poco de aceite para preservarla. Esta salsa era el acompañamiento absoluto de todos los tallarines con callampas secas que se comieron en la casa vieja.
Al lado de esta pieza, inmensa y llena de ensueños gastronómicos, estuvo alguna vez la pieza de mis padres que luego se cambió al otro lado del parrón. Dicen que vivieron cuando se casaron en una casa vecina, pero yo sólo recuerdo que esa casa estaba arrendada a Identificaciones primero y después a los Pérez, que fueron grandes amigos míos en mi niñez y adolescencia.



El Baño
Seguía una pieza de baño gigantesca, con una tina de patas de águila, que tenía una ducha dentro de una redondela de fierro para colgar la cortina que nunca se puso, porque dudo que alguien se duchara con ese frío. Había en un rincón una especie de termo a leña, que nunca funcionó porque según mi tía había que echarle corontas de maíz y en Peumo eran difíciles de encontrar. Un lavatorio muy reducido para la grandeza de la pieza con patas de palo blancas y una trizadura en forma de huevo. Un bidé, aparato que mi madre consideraba fundamental y que creo que ella era la única que lo usaba y en el otro extremo un guáter con un estanque en las alturas donde había que, por todos los medios, llegar a una cadena de fierro, donde mientras uno pensaba que hacía tañer las campanas, se vaciaba con gran estruendo el agua del estanque. Todas las aguas iban a un pozo séptico ubicado en la parte posterior de la casa. Este baño era claramente un privilegio frente a las veces que tuve que usar letrinas de madera fétidas en las cuales era  imposible sustraerse al encanto de  mirar ese hoyo sin fin, de color amarillo oscuro, lleno de excrementos y moscas y soportar el fatídico olor de las cacas acumuladas en innumerables años. No tantos, pues cuando se llenaba uno de estos hoyos le echaban cal y hacían otro y sólo cambiaban la cabina de madera.
Las paredes del baño eran blancas y el piso de un cemento medio brilloso plomo.
En ese baño por primera vez sentí una lombriz larga deslizarse por mi trasero. No sabía si había que dejarla ir o juntar mis muslos para apresarla porque no terminaba nunca de salir. Finalmente la solté y la vi, inmensa y rosada, en el agua del “silencioso”. Medía más de  15 centímetros. Ahí grité espantada y todos llegaron a mirar mi lombriz.
En ese baño me peinaban. Mi tía Julia me decía - “para ser bella hay que sufrir” y me hacía unos moños terribles de apretados en la punta de la cabeza que cuando me los soltaba en la noche me dolía todo.  Además me hacía unos “sígueme cabro” con mucho limón para que no se deshicieran. Me hacían tener el pelo largo sólo para martirizarme (al menos yo lo creía así) y yo odiaba cuando me lo desenredaban. Se me hacían unos ‘colchones’ terribles y además me agarraba los piojos como dos veces al año. Mi abuela se ponía al sol a matarme las liendres y me echaba Tanax en polvo que venía en unos sobrecitos amarillos.   

La cocina
La pieza de cocina era pequeña de un color verde oscuro ennegrecido por el humo de la cocina a leña, que cuando los palos estaban verdes, era difícil de prender. A mi me fascinaban sus múltiples puertecitas y herramientas. Tenía hasta un caldero pequeño de donde salía el agua caliente para lavar la loza, la rodeaba un tubo de metal donde se ponía los paños a secar y de donde colgaban las herramientas. Había una mesa redonda donde comíamos habitualmente porque era el lugar más calentito de la casa. Tenía una puerta y una ventana que daban al parrón y una puerta grande que daba a un pequeño patio. Detrás de esa puerta, comí infinidad de veces papas con zapallo para no sufrir “el mal del tordo”. Había un estante empotrado en la pared donde se guardaba “la loza del diario”. Me acuerdo especialmente de unas tazas blancas con unos platillos casi planos, que decían “CAFÉ TE MATE TRES MONTES” , en letras rojas enmarcado en unas líneas azules. En ellas me sirvieron el café con leche desde siempre y yo me lo tomaba en el platillo para que se enfriara y siempre se me caía la mitad.

La prendida del bracero
En el patio del lado de la cocina me tocaba prender el brasero, lo que era una ceremonia increíble, pues a veces tomaba un tiempo que parecían horas y hacía mucho frío. Cuando miles de chispas se abrían al batir de mis cartones en la oscuridad, yo suspiraba feliz y gritaba - “Está listo el brasero” - y venía algún adulto a entrar el brasero a las piezas. Este servía para calentarse y además para secar la ropa que se colocaba en un secador redondo de mimbre sobre él. Se le ponía un tarrito con agua y hojas de eucaliptos para no secar el aire de las piezas. Además este vapor servía para los resfriados y toses.
Lo que recuerdo que era muy rico era tomar un terrón de azúcar, ponerlo en el borde del bracero y quemarlo con un fierro caliente. El olor a quemado del azúcar y su chisporroteo al deshacerse me encantaban. Mi madre echaba esta azúcar a su infaltable agua de paico.




El parrón
El parrón al cual todas las piezas accedían, estaba bastante a mal traer porque los palos estaban un tanto podridos, pintados de cal blanca y las parras viejas, pero a mi me encantaba su uva negra y la blanca moscatel dorada por el sol de la parte sur. Siempre soñamos con ponerle baldosas al piso de cemento colorado y azul y picado en partes y colocar también tubos de concretos y tener un parrón como la Lucha Morales, pero la plata tuvo siempre otras prioridades. Allí almorzábamos y comíamos en los veranos y además transcurría buena parte de nuestra vida social. También era el refugio obligado cuando venían los temblores y recuerdo hasta hoy a mi abuelita golpeándose el pecho y diciendo “Misericordia, Señor”
La tía Julia acostumbraba sacarme por las noches de temporal y hacerme gritar ‘Papa Viento, Mamá Lluvia’ para que no les tuviera miedo.
En ese parrón practicaba con los patines de mis hermanos. Una vez estaba haciendo una carrera estelar y a una empleada se le ocurrió poner un alambre para ropa de un pilar a otro sin mi conocimiento por supuesto. Me saqué la contumelia y me quedó el alambre marcado en la frente un buen tiempo. También ahí tuvo su fiesta de casamiento mi hermana.

El durazno escalera
El cuadro del medio que rodeaba al parrón por lado del baño, la pieza de mis padres y la trastienda, además de un naranjo, tenía un durazno. Creo que nunca dio frutos, yo al menos no los recuerdo, pero sí me recuerdo subiendo por sus ramas y llegando al techo de zinc. Siempre me sentía como el Jack que trepó por la habichuela y llegó a la casa del gigante. Allí era libre y dueña del mundo ya que estaba más arriba que todos. Me dedicaba a perseguir las lagartijas y correr para despertar a mi mamá que acostumbraba dormir siesta. Todo terminaba cuando ella salía al parrón y me gritaba desaforadamente, amenazándome con pegarme, (cosa que jamás hizo), para que me bajara, Yo nunca le hacía mucho caso (ni a ella ni a nadie). Después me armaba la historia que me podía caer y que además soltaba las planchas de zinc con mis carreras y las piezas se lloverían en invierno. Nada me conmovía de modo que por fin la chantajeaba y siempre conseguía algo de ella. Al igual que antes hacía mi hermano Tomás, que si no le daban permiso para ir al cine no bajaba y amenazaba con matarse. Después optaron por cortar el durazno porque en realidad nunca le ví crecer una fruta y se acabó mi entretención. 
La leyenda cuenta que mi hermano Tomás, una vez que estaba en sus eternas peleas para que le dieran dinero para ir al cine, amenazó con matarse tomando tinta. Mi madre se enojó y le dijo- “Tómatela, chiquillo de porquería - Tomás tomó el tintero y se ensució la boca por fuera. Casi se murió pensando que el angelito había cumplido su amenaza.
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El corredor de  la abuela
Al otro lado del parrón había un largo corredor de tabla y pilares de madera con unos muebles de mimbre pintados verde paco y el telar sueco de mi tía Julia. Siempre me mostraron chalecos y chales, hechos por ella, pero lo que yo recuerdo es la época en que tejía a máquina. Primero en una ploma muy antigua y luego en una modelo Knitax, que tiene hasta hoy. En ese corredor se sentaba mi abuela Delfina a coser. Me hacía unos vestidos hermosos de tres pisos, como se usaban y también le hacía vestidos a todas mis muñecas. Yo tenía alrededor de 12 muñecas, una, Mari-Carmen de loza fina que andaba. Un día jugamos con Verónica, mi vecina, al hospital. Operamos del cerebro o del estómago a todas. (Verónica, mucho años más tarde, estudió Medicina en Cuba.  Al menos de algo le sirvió la matanza de muñecas. Yo sólo recibí retos). Ninguna sobrevivió e hicimos un inmenso funeral. Nos costó mucho cavar todas las tumbas. Cuando  mi familia se enteró de lo ocurrido decidió no comprarme más muñecas. Yo tenía alrededor de 10 años si que no me compliqué mucho. Opté por cambiar de juego y sacar los cubrecamas de la pieza de mi mamá para hacer carpas y jugar a la casa en la quinta. Una vez prendí fuego para cocinar, se chamuscó uno y de ahí no me dejaron más tomarlos. Después me bajaron los afanes arquitectónicos y junto a la acequia construí todo un pueblo con calles y plaza de piedra con barro. Nos encantaba jugar con barro. También hacíamos cumpleaños con galletas, panes y tortas de barro. Sólo que después quedábamos con un hambre horrible.

El living terroso
Al comienzo del corredor terminaba la tienda  “El Gallo” y empezaba el living de la casa. Era una tremenda pieza, muy alta, cuya pared que daba al corredor estaba agrietada y se podía ver el cielo. Quedó así después de un terremoto, dijeron. En todo caso cuando había temblores era la pieza donde más tierra caía. Quedaban todos los muebles y el suelo cubiertos de una capa café y hasta de terrones. Yo le tenía un gran respeto a esa pieza y evitaba sentarme allí voluntariamente. Tenía una radio de gran volumen y poca calidad, con un dial circular multicolor con muchas ondas que sólo chicharreaban, pero mi papá siempre insistía con la onda corta. Había una discorola con pocos discos. Yo sólo escuchaba “Pedrito y el Lobo” y nunca entendí de lo que se trataba. Creo que también estaba el Danubio Azul. A mí me gustaba más la pianola de Quico Busmester, quien también tenía un lindo tocadiscos con una manivela.
Por ahí afuera deben haber estado los famosos vidrios donde mi hermana se sacó una lonja de piel cuando tenía 17 años.

La pieza de mi abuela
Comunicada con el living estaba la pieza de mi abuelita donde estaba su cama y la de Tomás. Allí había un altar donde estaba la virgen del Rosario de madera con un vestido de raso rosado, el niño que le colgaba un poco en el brazo derecho, su pelo natural y una corona de papel plateado de envoltura de chocolates que la abuela Delfina siempre se preocupaba de acomodar y también el Cristo, además de otros santos y estampas. Para la Cuaresma se tapaban todos las imágenes con paños negros y en Semana Santa al Cristo se lo velaba hasta el domingo a las tres de la tarde y a mí no me dejaban jugar ni tampoco se podía hablar fuerte.
La abuela usaba jarro, lavatorio, bacinica y recipiente. Al lado de su cama tenía el velador hecho por el tío Lucho y allí guardaba sus polvos del Harem en una polvera de lata.  Había también un baúl verde oscuro casi negro donde ella guardaba desde la ropa blanca hasta la  caja trenzada de lata con las tarjetas de bautismo con flores de plástico de  mi madre y mi tía. Ese baúl estaba absolutamente prohibido para mí, por tanto un año guardaron allí mis regalos de Navidad. Así dejé de creer en el Viejito Pascuero. En realidad no hubo muchos secretos que yo no supiera ni de la familia ni de las infinitas empleadas que pasaban por la casa, pues siempre andaba escuchando todo y haciéndome la dormida cuando me convenía.


La pieza de mi tía Julia
Después venía la pieza de mi tía Julia. Loreto y yo dormíamos con ella. Mi cama, azul y más pequeña, que había sido de uno de mis hermanos, estaba al lado de la pared. Como la casa era de adobe, yo hacía hoyos y me comía la tierra. Pero los hoyos los hice estructuradamente. Primero horadé América del Sur, luego América Central y América del Norte quedó inconclusa porque nos cambiamos de casa.  Mi abuela me contaba unos preciosos cuentos para que yo me durmiera, cuando yo era pequeña y también me lavaba en cama para que no me resfriara en invierno.
Una vez mi tía Julia se compró una crema con un terrible olor a rosas, en la noche vino un ratón y le mordió el labio superior. Al otro día se volvió a echar  y el ratón la siguió mordiendo hasta se dieron cuenta que el ratón le gustaba la crema. Mis sueños siempre estuvieron acompañados de las carreras furtivas de los ratones por el alto techo de mi pieza. No se porque siempre me imaginé que corrían en diagonal. Añoro sentir ese ruido nuevamente.
Luego estaba la pieza de mis padres, pero yo no entraba casi nunca. Sólo recuerdo una vez haber estado con mamá y que yo tomé una revista Margarita y me puse a leer y todos pensaron que estaba inventando.

El comedor
Después venía el comedor que era otra inmensa pieza y un tanto oscura. Había dos juegos de comedor. Uno que venía de la casa que tenían antes nuestros padres y otro que pertenecía a la casa vieja. Siempre se llenaba de gente los domingos. A la casa llagaban curas, agrónomos de Sofruco, médicos, vendedores viajeros y los pinches de mi hermana Loreto. Por supuesto no todos juntos pero siempre habían visitas los domingos. Se comía entrada de palta rellena con mayonesa y langostinos y unas hojas de lechuga. El segundo era tallarines con callampas secas y carne mechada y el postre era las consabidas frutas en conserva de la despensa, siempre que hubiera visitas. Si no comíamos naranja en rodajas con  azúcar.
Entre la cocina y el baño había una puerta, que comunicaba con la quinta y además estaba el baño y la pieza de empleada. Tiempo después cuando nos cambiamos de casa hicimos un gran remate y nos deshicimos de todas nuestras antigüedades dejamos esta habitación como pieza del cachureo. Yo pasaba horas allí, revisando cosas viejas, los famosos libros de radio de mi padre, estampillas antiguas que mi padre guardaba, revistas antiguas, en fin......me entretenía mucho ahí.

La quinta
La quinta era todo un mundo de fantasías. Se dividía entre “antes de la acequia” y “después de la acequia”. En la primera parte había una huerta que daba hacia el lado de doña Ignacia, un terreno vacío donde teníamos gallinas y un pedazo de la quinta de mi mamá. La huerta existió mientras mi abuela vivió. A la orilla de la acequia había una chanchera donde recuerdo sólo haber visto un chancho. También se plantaron alcachofas que tuvieron una corta vida y había un chirimoyo que nunca dio.
Para cruzar la acequia había un madero parecido a durmiente de tren. Cuando yo era chica me encantaba sentarme allí contra la corriente del agua, hacer caca y ver como se iba. Después me limpiaba con hojas de palto que eran bastante poco flexibles. También me lavaba los pies y jugaba desviando el agua para regar los paltos. Siempre me dijeron que me iba a dar tifus pero resistí esa agua, el agua de todas las otras acequias, del río Cachapoal y de todas las aguas de noria que tenía prohibido tomar. Me encantaba ver como sacaban los baldes de los agujeros negros. A veces les tiraba piedras para ver cuan profundos eran.