Tren del sur
Desde pequeño, el
traslado al sur a visitar a mis parientes era sinónimo de un viaje, una
travesía que establecería un antes y un después. A los desplazamientos de mi
niñez, antecedía una cuenta regresiva y la sensación de que esa seguridad pueblerina
de límites iba a ser trasgredida por ese tiempo en que no estaría y que por
tanto yo sería parte del elenco de otra película. Al regresar, ya no era
exactamente el mismo habitante. Las calles y las personas no conocían de mí lo
que yo había vivido en mi ausencia, ni yo había sido parte de lo que había
pasado y conversado en la cuadra y media del comercio que era por entonces mi
mundo. Los habituales vecinos “ya no eran los mismos”. A lo menos me costaba un
par de días acostumbrarme a mi cotidianidad cuando regresaba.
Provisto de ese
cambio de swich que significaba el
viaje al sur, y que siempre implicaba a lo menos una permanencia de dos
semanas, cada uno de ellos con el tiempo iba a adquirir una cierta impronta. El
primero, sin duda el descubrimiento del viaje en tren, la espera nerviosa del
mundo rodante que se detiene y en el cual de pronto estamos sentados donde
mejor podemos. La luces que desde lo alto nunca dejan de alumbrar. El encuentro
imprevisto: un estruendoso rayo de luz que casi nos toca son los convoyes que
vienen en sentido contrario. La bajada mañanera en Renaico y el trasbordo al
buscarril para continuar viaje a nuestro destino, Angol.
Este viaje inicial tuvo muchos sucesores que
no eran solo un traslado entre un punto y otro. Obviamente el convoy ayudaba
bastante con sus acomodaciones que iban desde segunda clase hasta el exclusivo
departamento de los coches dormitorios. Los tiempos un poco exiguos en recursos
de la infancia me llevaron en primera clase sin numerar, acompañado de mi
madre, esto significaba llegar un par de horas antes a la estación para
asegurarse el asiento. Cuando el viaje era en verano, fuera el vagón “Socometal”
1968 o el fabricado en Alemania de 1932 o 1952, iba repleto. Y los ronquidos y estertores
abundaban. La noche no solo era esplendorosa de estrellas, sino también de traspiración,
preferentemente entre Talca y Chillán. Yo dormitaba y normalmente iba
reconociendo las estaciones en las que el tren se detenía. En Laja cambiábamos
a una locomotora de tracción diesel, cuyo
pito grandilocuente parecía ir despertando uno a uno los pueblos y paisajes que
pasaban por la ventanas. El tren se bamboleaba y en el comedor servían el
desayuno, que para mi consistía en leche caliente y tostada. Hasta llegar a Temuco.
¿En qué momento estábamos en el sur? A mi modo de entender, un poco a la usanza
del poeta Teiller o de los maquinistas de trenes, la simplemente inundación de
bosques en la ventanilla nos habla de esa atmósfera, de lo que me dijo mi amigo
Miguel una vez que estábamos a unos treinta metros del cruce de Montt y vimos
pasar un largo tren maderero: “¡Cuántos años de lluvia acostada!”.
Los trenes ya idos tienen
vía libre en la memoria, los ecos de las conversaciones en el coche comedor
vuelven una y otra vez, como el ardor de furtivos de romances en la oscuridad
del coche salón o los canturreados de los viajes en segunda clase o la ternura
de mis hijos pequeños en pijama mirando una noche de luna llena desde sus camas
bajas del coche dormitorio. Trenes, siempre pasando según itinerario para los
fieles pasajeros agradecidos de sus enseñanzas, del traqueteo, la ensoñación y las
melodías que acompasan los latidos del existir.