MEMORIAS
DE UN
NIÑO
ESCRITAS
POR UN
ANCIANO
Eduardo Pino
Zapata
Mi madre era de origen campesino, hija de Jeremías Zapata;
carpintero y encargado del taller de fundición en el fundo el Codao y recuerdo
muy bien el fuelle con el cual avivaban el fuego donde la fragua permitía
modelar el hierro y el acero al rojo sobre el yunque donde los golpes de un
combo hacían nacer las herramientas: palas, guadañas, picotas, azadones,
rastrillos, arados, herraduras y quizás cuantas otras cosas.
En alguna parte leí que esas tierras habían sido parte de la
encomienda de doña Inés de Suárez, la compañera de Pedro de Valdivia y después
esposa de Rodrigo de Quiroga. Pero los Zapata al parecer eran familia antigua
en el valle del río Cachapoal y uno de ellos - Martín Zapata – quien se casó
con Isidora San Martín matrimonio del cual había de nacer el abuelo Jeremías,
quien a su vez se unió con mi abuelita Mercedes, de la cual conservo un
recuerdo borroso. En todo caso eran apellidos de familias antiguas en esa
comarca con una larga parentela y en mis recuerdos de niño, atesorados en los
días de vacaciones cuando mi madre nos mandaba a veranear al campo conocí a
algunos de ellos. Tengo la sensación de que los varones eran escasos y que la
parte femenina era de lo mas atractiva. Los hombres se iban a la guerra y a
menudo no volvían y después, a las minas donde se ganaba buen dinero pero
regresaban con los pulmones hechos pedazos por la silicósis, principalmente los
que se iban a las minas de cobre en El Teniente, que recién iniciaban sus
faenas.
Por eso cuando me refiero a las guerras, pareciera que no
gozaban del entusiasmo patriótico conocido en los libros de historia pues las
filas de los regimientos se llenaban con las,
levas cuando – así lo contaba mi bisabuela Carmen que murió ¿o vivió? de
más de cien años y de ahí para adelante no quiso llevar la cuenta – una vez
para la revolución del 91 llegó el tren a la estación y una banda se puso a
tocar sus marchas y su música juntando gente cuando por la novedad no se dieron
ni cuenta que los tenían rodeados y bayoneta en mano echaron a los hombres al
tren y se los llevaron. Se salvaron, eso sí los que andaban en las chacras o
cuidando ganado… y desde entonces a los hombres los llevaban escondidos a los
cerros y allí los iban a ver las mujeres y les llevaban algo de comer… y se
supone que les brindaban otros homenajes como “saludo a la bandera de sus
amores” hasta que volvió uno que otro porque el 91 en Concón y Placilla
murieron mas chilenos que en toda la guerra del Pacífico.
En cuanto a mi abuelo paterno, Clodomiro Pino, había hecho
carrera como ferroviario, terminando como maquinista en el ramal de Pelequén a
las Cabras y cuando se jubiló se compró una “quinta” en Peumo, al lado de la
cancha de carreras. Era casado con Eudosia Molina, quien era hija de Cornelio
Molina y Leocadia Orellana…que “venían
de Talca”. Mi otro bisabuelo, el padre de don Cloro, era hijo de
Mercedes Pino (hombre) uno de cuyos hijos, el tío Merceditos alcancé a conocer
cuando era niño. Allí vivían sus hermanas María, que al decir de muchos era la
mas bonita y que se casó con Reinaldo Alvarado el primer dueño de microbuses
que hacía el recorrido entre Peumo y Las Cabras y finalmente se fueron a vivir
a Santiago donde nacieron dos hijos, los Alvarado Pino, una niña muy agradable la Marujita y un hombre
Fernando, que sería contador (cito estos hechos un poco para ver la movilidad
social unida al proceso migratorio campo ciudad en el siglo XIX), completando
la lista de las tías Carmen, Victoria, Sara, la tía “Tola”(nunca supe como se llamaba).
Mi madre no las quería mucho y de mi abuela –su suegra- decía
que era mulata y “cayanúa” es decir,
tenía “cayana” signo
indiscutible de sus orígenes africanos disimulados por el mestizaje y
sumergidos en el mundo de los criollos.
Bueno, para el caso da lo mismo y más que seguro los Pino,
Zapata, Lara, Vásquez, Orellana, González y Soto del valle del Cachapoal deben
ser algo así como parientes lejanos de nosotros. Entre ellos había de todo. Mi
madre tenía tres hermanas: la tía Rosa, la tía Celina- que se hizo monja- la
tía Elena y los tíos Julio y Manuel. Este último se fue al norte y allí se
perdió su rastro durante los años del plebiscito entre Tacna y Arica, parece,
como “activista” chileno en
Tacna.
Recuerdo también a la tía Teresa, alta y animosa, una de
cuyas hijas –la Fanny-
era muy linda y se casó con el “negro”
Acevedo – que era el contador de la
Facultad de Filosofía y Educación, es decir “hizo su suerte”.
Pareciera que las niñas de esos lugares llamaban la atención y en cuanto
a mi madre, a juzgar por una fotografía que guardó por muchos años, era una
gordita, carita redonda, muy inteligente atractiva cuyos encantos enamoró a mi padre un
vecino de Peumo; simpático, tentado de la risa y como se decía entonces “Picado de la Araña”.
Por cierto en la familia hubo algunos mas afortunados que
otros y entre estos “otros” estuvieron el tío Cruz y la tía Juana. El primero
era una especie de “ajuerino” o
trabajador campesino “no obligado”
cuyo destino era ir y venir buscando alguna obligación y de quien, cuando
murió, sus amigos decían que había quedado virgen pues la única mujer que lo
recibió en su casa había sido la viuda de un inquilino que se casó con él para
poder seguir disfrutando la casa, el huerto y el cuarto de tierra de beneficio
que había tenido su marido y cuando el tío Cruz quiso acudir a ella ilusionado
por sus derechos conyugales se quedó con las ganas no mas porque le cerraron
las puertas del dormitorio.
Otra de las infortunadas sería la tía Juana, que recorría los
caminos y llegaba de vez en cuando a casa de mi abuela para comer, viviendo
solo del pan y el cariño que le daban aquellas que la conocían.
Hubo por ahí una hermanita menor que tenía facultades mágicas
y adivinatorias y de la cual-dijeron- se había enamorado un nomo o duende y que
murió muy jovencita después que se mudaron desde Pichidegua a Peumo para huir
del duende que no la dejaba tranquila, especialmente si la visitaba o hacía
amistad con alguien joven pues cuando éste la iba a ver se le encabritaba el caballo
y si pasaba a la cocina a tomarse un matecito, no alcanzaba ni a probarlo
porque se le daba vuelta la tetera, apagaba las brasas y ¡ se acabó la visita!.
Total el cura de Peumo conversó con ella en unas misiones y
después e unos exorcismos la familia resolvió mudarse a Peumo pero al llegar
allí con todas sus cosas en carreta, y cuando alguien preguntó ¿Dónde quedó la
piedra de moler que no la encuentro?.... y una vocecita infantil respondió
“¡aquí esta yo la traje!” Era el duendecillo que se había escondido entre las
cosas de la mudanza… y bueno, tal como me lo contaron lo cuento.
Total, para que las cosas existan hay que creer en ellas y
por entonces todavía quedaban duendes y nomos, y almas en pena o aparecidos
pagando alguna manda. Además en los campos del Valle de Cachapoal se contaba
que allá por los cerros cerca de Las Cabras había una cueva donde se juntaban
las brujas, seguramente herederas del shamanismo premapuche y de una cultura
agraria antecesora de lo araucano y me parece recordar que la conocían como “
la cueva de Salamanca”¿Salamanca? ¡Vaya uno a saber porqué! y desde luego nada
tenía que ver con la universidad de ese nombre.
En cuanto a mis abuelos,
pasaron a ser vecinos cuando cada uno por su cuenta adquirió una “Quinta” al lado de la cancha de
carreras -carreras de caballos se entiende,- donde nunca pude ver alguna pero
sí recuerdo que allí se hacían las Ramadas del Dieciocho. O sea de las Fiestas
Patrias y entre ellas ¡oh recuerdos de
niño! La que más me llamaba la atención seria una de esas donde ardía el patriotismo
con cuecas con piano, Arpa, Guitarra y panderetas cuya popularidad
sobresaliente parecía surgir de los méritos de unas mozas o niñas de lo más
alegres, aunque allí no iba ninguna dama decente, en una actitud
discriminatoria que por entonces no acertaba a comprender.
En esa vecindad Los Pino eran vecinos de los Zapata y poco
mas allá de la casa señorial de un Sr. Enrique Peña y años más tarde supe que
se sumaron los Olea, de humildísimos orígenes y que hicieron fortuna vendiendo
Paltas, Naranjas y Limones que llevaban en tren a Santiago.
Pero mi padre no tenía vocación para esas cosas y en cambio
le echó el ojo a una de sus vecinitas, la Humbertita , que venía precedida de justa fama de
estudiosa, inteligente y atractiva. Había estudiado en la Escuela Pública de
Codao donde la señora Sara Ossa ó “misiá” Sara como entonces le decían, llevó
como visita a una joven, Miss Mac Colly, quien quedó impresionada con esta
niñita de chal y rebozo que tenía tan linda letra, que recitaba tan bien y le
dijo a Misia Sara que una personita tan linda y tan valiosa no se podía perder
y por eso tomaron la iniciativa de llevarla a dar un examen a la Escuela Normal
Santa Teresa, en Santiago.
Eso debió ser por allá por los años 20, cuando se recibió
como maestra de Escuela Pública y con sus 16 o 17 años, se fue a trabajar a la Escuela de Almahue, poco
mas allá de Pichidegua hacia el sur de Codao, pasado el río Cachapoal y, según
me contaba mi tío Miguel- hermano menor de mi padre- mi padre enamorado hacia
sus expediciones desde Peumo, caminando por la orilla del río para ver a su
adorada vecinita y convencida por estos testimonios que no eran de ningún
duende enamorado, terminaron contrayendo matrimonio allá por los años 1925.