lunes, 26 de marzo de 2012

Tren del sur


Tren del sur

Desde pequeño, el traslado al sur a visitar a mis parientes era sinónimo de un viaje, una travesía que establecería un antes y un después. A los desplazamientos de mi niñez, antecedía una cuenta regresiva y la sensación de que esa seguridad pueblerina de límites iba a ser trasgredida por ese tiempo en que no estaría y que por tanto yo sería parte del elenco de otra película. Al regresar, ya no era exactamente el mismo habitante. Las calles y las personas no conocían de mí lo que yo había vivido en mi ausencia, ni yo había sido parte de lo que había pasado y conversado en la cuadra y media del comercio que era por entonces mi mundo. Los habituales vecinos “ya no eran los mismos”. A lo menos me costaba un par de días acostumbrarme a mi cotidianidad cuando regresaba.
Provisto de ese cambio de swich que significaba el viaje al sur, y que siempre implicaba a lo menos una permanencia de dos semanas, cada uno de ellos con el tiempo iba a adquirir una cierta impronta. El primero, sin duda el descubrimiento del viaje en tren, la espera nerviosa del mundo rodante que se detiene y en el cual de pronto estamos sentados donde mejor podemos. La luces que desde lo alto nunca dejan de alumbrar. El encuentro imprevisto: un estruendoso rayo de luz que casi nos toca son los convoyes que vienen en sentido contrario. La bajada mañanera en Renaico y el trasbordo al buscarril para continuar viaje a nuestro destino, Angol.
Este viaje inicial tuvo muchos sucesores que no eran solo un traslado entre un punto y otro. Obviamente el convoy ayudaba bastante con sus acomodaciones que iban desde segunda clase hasta el exclusivo departamento de los coches dormitorios. Los tiempos un poco exiguos en recursos de la infancia me llevaron en primera clase sin numerar, acompañado de mi madre, esto significaba llegar un par de horas antes a la estación para asegurarse el asiento. Cuando el viaje era en verano, fuera el vagón “Socometal” 1968 o el fabricado en Alemania de 1932 o 1952, iba repleto. Y los ronquidos y estertores abundaban. La noche no solo era esplendorosa de estrellas, sino también de traspiración, preferentemente entre Talca y Chillán. Yo dormitaba y normalmente iba reconociendo las estaciones en las que el tren se detenía. En Laja cambiábamos a una locomotora de tracción diesel, cuyo pito grandilocuente parecía ir despertando uno a uno los pueblos y paisajes que pasaban por la ventanas. El tren se bamboleaba y en el comedor servían el desayuno, que para mi consistía en leche caliente y tostada. Hasta llegar a Temuco. ¿En qué momento estábamos en el sur? A mi modo de entender, un poco a la usanza del poeta Teiller o de los maquinistas de trenes, la simplemente inundación de bosques en la ventanilla nos habla de esa atmósfera, de lo que me dijo mi amigo Miguel una vez que estábamos a unos treinta metros del cruce de Montt y vimos pasar un largo tren maderero: “¡Cuántos años de lluvia acostada!”.
Los trenes ya idos tienen vía libre en la memoria, los ecos de las conversaciones en el coche comedor vuelven una y otra vez, como el ardor de furtivos de romances en la oscuridad del coche salón o los canturreados de los viajes en segunda clase o la ternura de mis hijos pequeños en pijama mirando una noche de luna llena desde sus camas bajas del coche dormitorio. Trenes, siempre pasando según itinerario para los fieles pasajeros agradecidos de sus enseñanzas, del traqueteo, la ensoñación y las melodías que acompasan los latidos del existir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario