Hace unos años atrás, Loreto Bravo Cuervo invitó a sus amigas de Temuco con las cuales compartía la pasíon por la literatura y otros quehaceres del alma, a pasar unos días en Peumo. De esa estadía quedo este cuento que les presentó
EN AQUEL PUEBLO.
Autora: Cecilia Castaings.
A María Cecilia, quien caminó por aquel
pueblo en las tórridas tardes de un verano.
La verdad es que siempre supe de la existencia de los ángeles pero por supuesto, muchas de las cosas de su mundo me eran desconocidas. Desconocidas hasta que la vi sentada en un escaño de la plaza de aquel pueblo con su traje largo en tonos lilas y morados. Me acerqué teniendo conciencia de que, tal vez, los otros paseantes no la verían de ser así tenía que causar la impresión de que me dirigía al escaño para estar sola. Me senté a su lado y a pesar de la paz de su semblante, noté que estaba triste.
Me propuse estar con ella por un día, o los días que fueran. Así, seguí sus pasos cuando se puso de pie dirigiéndose a la iglesia. Estando dentro de la antigua nave observó con atención el rostro de cada personaje santo y se detuvo frente al Cristo que en un rincón sufría su martirio. Se acercó lentamente y con cuidado soltó de su cabeza la corona de espinas, para aliviar el dolor y la presión. Fue entonces cuando supe que no había ignorado mi presencia:
-¡Son más de dos mil años!- me dijo. Impresionada por este desconocido gesto me apresuré a ayudarla y cogiendo la corona la deposité en el suelo.
- Así está bien, susurró.
Terminado este acto de justicia divina, salió del lugar tan quedamente como había entrado.
El pueblo era antiguo y en él, algunas personas, ignorantes de su privilegio empezaban a morir junto a sus cosas. El ángel se dirigió a una tienda donde su octogenario dueño se erguía con desesperanza detrás del mostrador. En los anaqueles, se ordenaban innumerables cajas cubiertas por el polvo de los años. Dijo necesitar muchas cosas y pidió permiso para revisar personalmente la mercadería que no se movía de su sitio desde hacía mucho tiempo. Bajó cajas de botones y empezó a escoger: estos rosados, aquellos celestes, algunos amarillos. Hizo todo un desorden sobre el mostrador y dijo:
-¡Me los llevo todos!
No sé si en aquel momento me veía, pero también escogí algunos para el abrigo de un tío abuelo que no existía y otros para una falda queme confeccionaría algún día.
Ante los atónitos ojos del anciano, el ángel pidió una armónica, un peine rosado, varios monederos. Volví a sumarme al pedido solicitando una crema de manos que sabía era la marca de mi abuela.
Trémulas sus manos, el viejo empezó a sumar escribiendo los números sobre un pedazo de papel para envolver. No equivocó el resultado. El ángel pago su parte y yo la mía. Al salir, volví a darme cuenta de que no ignoraba mi presencia:
-Con esa suma podrá comer un par de días, me dijo.
Mientras nos alejábamos de la tienda vi que alzaba las manos abriendo y cerrando sus palmas como si lanzara pájaros a volar al infinito.
-¿Qué haces?- Me atreví a preguntar.
-Despido a los fantasmas de la tienda- me dijo –estaban aprisionados en las cajas y era tiempo de que ya se fueran, pero no les obligo a irse – continuó – pueden quedarse para acompañarnos, si así lo prefieren.
Las casas estaban puestas con cuidado a lo largo de la calle y aunque una con otra no se parecían, formaban una hilera perfecta. En apariencia nada habría podido alterar esa especie de orden, pero de pronto, encontramos un muro, un muro viejo y derruído con sólo una puerta en el medio y nada detrás suyo.
Quise saber qué habría más allá, pero mi acompañante se paró en el dintel y luego sonriendo ocupó el escalón de la puerta sentándose sobre él. Tenía mi cámara y en un acto banal y acostumbrado tomé una foto. El ángel se reía.
Por aquellos días, estaba yo de paso en aquel pueblo disfrutando mi estadía con una amiga en la casa de sus antepasados. Tendría que irme, apartar mis pasos de los pasos del ángel, me debía a mi amiga. Con este pensamiento la seguí, iría hasta donde me fuera posible. Era la oración, el filo del crepúsculo y de pronto decidí cambiar las cosas. Iría delante ¿me seguiría el ángel tal como yo lo había hecho? Cruzando la plaza había un angosto callejón y en él unos columpios que se alzaban hasta el cielo al compás del impulso de los niños. Me adelanté con paso firme temiendo que el ángel se sentara en la plaza, como había sido su costumbre. Esperé y cuando un columpio quedó libre me abalancé sobre él y comencé un impulso loco por los aires. Miré con temor hacia el comienzo de la calle, temía haber perdido al ángel, pero no, venía resuelta y cuando estuvo allí un niño detuvo su vaivén y se alejó. La vi sentarse con elegancia, coger las cadenas y comenzar arriba hacia atrás, arriba hacia delante. Entre las sombras distinguía su traje lila volando cada vez más alto.
Luego de unos momentos y cumpliendo con lo decidido terminé con el juego. No necesité despedirme, el ángel compartió mis pasos, hasta llegar a la casa. Luego de entrar, intuí que no debía preocuparme, tal vez pernoctaría en el patio de naranjos, tal vez en el vano de alguna de las múltiples puertas, tal vez en la galería frente al limonero, tal vez en la habitación al lado de la mía, tal vez…
Mi amiga daba sus últimas vueltas nocturnas por la casa y me llamó una ventana del segundo piso para mirar a Venus. Estaba luminoso y grande y una fina estela color lila se desprendía de él.
-¿Qué es esa luz?, le pregunté.
-Tal vez un ángel que se va a dormir- me dijo.
Al día siguiente.
Debo tomar al desayuno una tableta de un medicamento, la otra corresponde después de la última comida del día, misma que siempre se me olvida. Estando en esto sentí su voz:
-Tómalas juntas – me dijo – la de la tarde suele olvidarse, no te hará daño, es un producto natural. Su hablar tenía un susurro de naranjos, de limoneros, de aire matinal. Pensé que todo aquello venía de lo alto y literalmente, no me equivoqué.
-Vengo de haber subido un cerro de mil trescientos metros – siguió diciendo – a veces, el diablo está ahí arriba y quise verlo.
-Esa última afirmación me dejó confundida ¿qué mérito tiene que un ángel suba la cantidad de metros que sea? Se lo permiten su levedad, su estructura…su mundo. Pensé que bastaría con que cerrara los ojos y ya estaría arriba, ella podía subir donde quisiera. En fin, no pretendí, ni pretendo comprenderlo todo, menos aún ese mundo que tal vez estaba detrás de la puerta vacía, ni los fantasmas que fueron enviados al infinito, ni el Cristo que ya no sufre, ni subir a ver al diablo…
El día continuó con mi paseo a la plaza para seguir los pasos del ángel. Espié sus movimientos y busqué mensajes en su caminar por las calles soleadas del pueblo. Cuando pude estar a su lado me fijé en su semblante: estaba triste, demasiado triste. Continué con ella hasta el habitual escaño de la plaza y me senté a su lado. Toqué su brazo en señal de cariño e irrumpió a llorar, lloró mucho. Se limpiaba las mejillas con el dorso de la mano, igual que hacemos los humanos. No supe qué hacer ni qué decir, pero sacando fuerzas de flaqueza me atreví a preguntar:
-¿Por qué lloras?
-Lloro por las posibles muertes de niños y jóvenes – dijo – trato de impedirlo, tienen cosas que hacer y repitió:
-¡Lloro por sus posibles muertes!
-Luego de unos momentos se calmó y poniéndose de pie cuan alta era se dirigió a la iglesia. Estando allí, me di cuenta que su objetivo era comprobar si la corona de espinas del Cristo aún estaba en el suelo, pero no, alguien había vuelto a depositarla sobre su cabeza. Entonces el ángel maldijo:
-¡Quien haya hecho esto sufrirá por tres días el mismo dolor!-afirmó y luego repitió con más fuerza:
-¡Será un dolor terrible!
-El día transcurrió con los asuntos habituales y no nos dimos cuenta cuando cayó la tarde. Comenzaron a llegar al pueblo las primeras sombras y de nuevo empecé a temer la despedida. Sin embargo, el ángel se dirigió al callejón de los columpios y por supuesto, la seguí. Sentí que seguía teniendo el privilegio de un poco más de su compañía e inicié el juego como la tarde anterior. Mi columpio se elevaba y también el suyo, cada vez más alto, cada vez más arriba. Pasaron los minutos y cuando creí que era tiempo de marcharnos empecé a detener lentamente mi vaivén, pero ella seguía jugando. Podía ver su traje lila ondeando a la luz de los faroles y seguí mirando hasta que el lila no era más que un destello, hasta que el destello se esfumó de a poco delante de mis ojos, hasta que el columpio continuó vacío su movimiento rítmico, hasta que detuvo su vaivén.
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