No había pasado ni siquiera todo ese primer verano de egresado del colegio y sin embargo la vida de Ramiro tomaba un bifurcación que lo alejaba de su existencia citadina. Fue el minuto aquel en el cuál su padre imbuido de esa seriedad que implican las grandes decisiones opto por comprarle el negocio a la viuda de Ambrosio Cabezas, ese amigo de juventud que en su momento fue aconsejado por su médico para que buscará tranquilidad, para que su corazón no dejará intespectivamente de latir..
Una decisión que si fuera por lo de la buscada tranquilidad parecía más que correcta, así lo acordó la pareja a las 2 de la tarde de un día enero, en el cuál después de almorzar en casa de un amigo de años que lo había invitado, les llamo la atención el silencio que gobernaba a esa hora, y se fueron a dar un paseo y comprobaron que no se veía a nadie por las calles, ni siquiera perros merodeaban.
Lo de cómo sobrevivir ya no importaba tanto, la tienda en sus buenos tiempos dejaba muchas ganancias que fueron ahorros, pues don Ambrosio era muy fijado en los gastos.
Con todo, la hora de Don Ambrosio llegó al poco tiempo de estar instalado en el pueblo en circunstancias que la viuda omitió de comentar, pero que parecían hacer más imperiosa su necesidad de vender la tienda.
Cuando Ramiro llegó reabrir se encontró con la curiosidad de que la tienda de los infinitos regalos, además era una verdulería situación que no había informado la viuda. La descomposición de las lechugas, repollos, papas, zanahorias, cebollas por un lado y de naranjas, plátanos, limones, manzanas y palta por el otro, se condensaba en un aroma a revoltijo nauseabundo con el que hubo de lidiar por varios días.
Absorbido en las labores de limpieza, Ramiro no lograba entender la extraña combinación de rubros del negocio ni imaginaba a los Cabezas tan conocedores de todo lo que conlleva la elección de mercancías, que sea del gusto de quien quiere realizar un regalo que llamé la atención por su refinamiento falso, pero afirulado muy aparentoso con el cotidiano rubro de las hortalizas y frutas….misterio….misterio que por ahora quedaba pendiente ante la encrucijada en que lo había dejado su padre.
Su viejo había llegado de España como tantos otros y vivió por años en el mismo negocio en que trabajaba, hasta sus conquistas domingueras terminaban ahí, tras los mostradores lustrados, tocando sus posaderas el fino cartón guardado para la ocasión y recibiendo los embestidas furibundas del joven emigrante.
“Te he criado como un pacha” “Espérate sentado que te voy dar participación de mis negocios”. Y de improviso la transferencia de la tienda de la viuda a sus inexpertas manos. Ahora estaba tratando de entender que hacer con ese stock de baratijas alambicadas que no habían generado casi ninguna venta, tan a la vista estaba que el diario, lo daba la verdulería que claro esta no le venían en nada a las finas estanterías de madera de caoba, que desde su formas imponentes parecían respingarse y querer expulsar la tosquedad y el descuido que eran el sello del expendio del día a día.
Al frente de la que ahora era su tienda, estaba la bien surtida de géneros, la que a diferencia de la suya fluía de movimientos. Predominantes eran las mujeres que iban casi con desesperación a buscar piezas de delgadas telas que volvieran más soportable ese calor aplastante y ahogador que se hacia dueño de todas las horas del verano, hasta hacer desaparecer el paso de un día a otro y dejar la estación de verano sintetizada en una sensación de un sol que aun en la oscuridad de la noche era recordado en el crujir de las maderas o en la falta de brisa y que parecía reposar en el encierro de las habitaciones. No había como librarse de calor que orifica la piel de pequeños surcos, pero se intentaba una y otra vez yendo a donde las costureras hacerse pintoras a las medidas o vestidos livianos de algodones o poliéster muy delgados, era una ardua lucha que implica regatear los fondos destinados a otras necesidades con tal de poder dejar un adelanto, o pagar la cuota anterior y poder sacar ojala una pieza recién desembalada de la encomienda llegada en el tren del mediodía, Después a rogarle a la modista que se haga un tiempo..”que ya no tengo que ponerme”..”que ayer friendo se me mancho con manteca la pintora celeste..y todo lo demás que tengo me acalora”, se les escucha a decir a las mujeres.
Ramiro miraba ese frenesí de brazos morenos y a veces muy blancos, de pelos sueltos o de moños que entraban a la tienda del enfrente en una actitud que le recordaba a las de las parroquianas que hacían la fila en el confesionario, claro que en esta ocasión la expresión de absolución se trasladaba a la mezcla de rigidez y satisfacción que emergían de esas manos que llevaban con sumo cuidado el preciado botín.
A sabiendas que de haberse negado aceptar la proposición de su padre, tendría que haber comenzado por su cuenta la aventura de ganarse la vida, decidió llevarle el amén a esa decisión que no respondía para nada a la racionalidad, sino más bien a un pacto ignorado, que era la justificación de aceptar la proposición de la viuda y que no calzaba para nada en todo lo que su progenitor pontificaba sobre como había que manejarse en la vida. Ya en el viaje antes de tocar el tibio suelo peumino estaba claro para él que no había por donde hacer próspero un rubro acorde con los requerimientos de esa masa diambulante y siempre ávida de novedades del centro santiaguino, muy lejana de lo que se puede esperar de gente ligada a la producción de fruta y cultivos, los servicios asociados, los pocos empleados públicos, profesores y personal hospitalario que era lo que pudo saber que había en el pueblo.
Sin recepción de la banda municipal y con la indeferencia de los peuminos demasiados ocupados en cumplir con sus trabajos y paralelamente aguantar ese calor, que le hacía honor al lugar de origen de ese “demonio” que solía aparecerse por allí, con la obligación de al menos ganar lo suficiente para alimentarse, Ramiro decidió recorrer el pueblo con un muestrario de sus mercancías con la esperanza de poder incorporarlas en listado de requerimientos de los vecinos. Aunque no consiguió ventas al contado, abrió una libreta en donde pudo ir registrando algunos clientes que se entusiasmaron con esas baratijas “jurel tipo salmón”. Al finalizar el séptimo día de sus recorridos encontró una casa alejada a unos metros de la larga y serpenteante calle principal del pueblo. Su fachada añosa y pintada de un blanco descolorido y una puerta de doble hoja ya de un color indistinguible no presagian al afuerino la actividad que se realizaba en su interior.
Tras golpear varias veces una voz cantarina, pero añosa le “dijo a esta a hora no se atiende vuelva a las diez de la noche”. Después de aclarar el objetivo de su visita Ramiro fue conminado a esperar, una mujer pequeña y de gafas oscuras que delataban su ceguera le abrió la puerta, tras dos escalones hacia abajo, el piso de tierra contrastaba con los sofás de felpa verde que apenas se entreveían en la oscuridad de la sala, allí se encontraban sentadas dos mujeres con la consabida pintoras una lánguida con cara de ida, sus piernas eran largas y se dejaban ver, pues la prenda demasiado apretada a penas llegaba a medio muslo, la otra era maceteada, tosca, sus caderas amplias parecían un amplio estuche capaz de contener otro cuerpo como si fuera parte de si. Ramiro no perdió la compostura de vendedor, pero antes que pudiera sacar el muestrario, la mujer ciega lo interrumpió
Mire aquí quedamos muy afectada con la muerte de don Ambrosio le advertí que con “la tonta” estaba bien pa´ su corazón no ve que esta a lo más resolla cuando el macho se satisface, pero quiso con “la pirula” y apenas ella le cruzo las piernas el veterano se despacho pa al otro mundo.
Y usted que desearía, joven ¿la tonta o la pirula?
Primavera, 2006.
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