viernes, 10 de diciembre de 2010

EL HOMBRE DE NEGRO



                                                      A Don Hugo Perez.

Jorge Bravo Cuervo
    En los buenos tiempos del Regional Zona Central allá por los años sesenta, La Unión Veterana participaba en la segunda división de ese campeonato. Los muchachos de esos primeras formaciones prácticamente eran todos peuminos; El “chayo” Quintanilla por su envergadura y codicia goleadora emulaba al “Tanque” Campos, El Burro Morán por su anticipación y porte recordaba a Raúl Angulo, el chico Maza, nuestro Nino Landa local, la estrella emergente del Blas Aguilera de volante derecho y otros más anónimos, pero que se la jugaban por representar a Peumo de la mejor forma. A lo más se habían curtido en las distintas canchas locales, todas un tanto escasas al pasto y más cargadas al barro o al polvo, dependiendo de la estación del año. Claro está que para jugar por este torneo estelar, estaba el césped del Estadio Municipal, sembrado con una densa chépica alemana, que regada con agua potable, era considerada la joya de las canchas de la provincia de O`Higgins. El novel "gulo" era el guarvalla, se reconocían en él la temeridad necesaria para el puesto, pero sin duda no era prenda de garantía cuando se veía asediado, constantemente, en los partidos que los oro y cielo peuminos disputaban en calidad de visita.

    Los hinchas querían un arquero de esos que vuelan por las voces de los relatores, que se hacen respetar de tal modo, que los tres palos bajo su cargo, parecen ser un muro casi infranqueable. Claro está, que entre el culebreante cerro Gulutren y el río Cachapoal, no había un arquero de esa categoría.

    Al inicio de una de esas temporadas,  un domingo de marzo, el tren de 12 era esperado como siempre por la Banda Municipal, que desde debajo el alero de la estación tocaba esas melodías que permiten que los bronces se luzcan o al menos no desafinen demasiado. A la hora señalada, un hombre mal vestido, pero completamente de negro, bajó desde uno de los vagones de segunda, el tambor mayor dejó de tocar de la impresión. El hombre era uno de los tantos que traía el tren en busca de sustento para él, y una familia dejada en la miseria en algún lugar distante. El hombre acicalado de negro tenía los rasgos de "ese arquerito" que algún día había tenido atrapado en sus manos el éxito y al cual JUMAR dedicó una crónica y la revista Estadio casi inmortalizó en una de sus portadas. Si, era Bustos, más sonrojado y mucho más regordete que en esos años de los clásicos rancaguinos entre el Braden Company y el Instituto O`Higgins, o de las tardes soleadas de primera división del equipo celeste conducido por la sonrisa goleadora de René Meléndez.

"Hace ya buen rato que no figura en las alineaciones", pensó el tambor mayor, mientras volvía a agarrar el ritmo. Alguna vez escuchó que estaba de reserva en Alianza de Curicó, equipo de segunda del futbol rentado.

Nadie esperaba a Bustos. Los viajeros raudos se perdían más allá de los Peumos de la plazuela de la estación. Al término de los acordes se acerco al Director de la Banda y le dijo "He sabido que necesitan un Arquero en la Unión". Entonces el hombre del bombo, fanático del equipo, le contestó antes que el director entendiera de qué se trataba.."pero claro que sí, que bueno que esté por aquí". " Vaya al restaurant de don Gerardo que ahí va a llegar el equipo a almorzar. No ve que hoy tienen un amistoso de preparación con el Peumo". Bustos comenzó a caminar un poco agazapado, como una especie de mono tomando impulso para subir al árbol o más bien en su caso una pose de arquero que permite estar preparado para recibir un tiro intespectivo, o tomar impulso para saltar en los centros aéreos.

Bustos era así, parecía ser portero siempre, hasta cuando regresaba borracho y con ágil salto superaba el cerco de madera de la casa del Popo, su humilde pensión en los días en que los dirigentes de la Unión le confiaron el arco veterano.  Lamentablemente, su avanzado alcoholismo habían mermado prácticamente todas sus virtudes futbolísticas, sólo quedaba en él ese caminar agazapado, ese rictus en la mirada de un  golero que ha tenido que ir demasiadas veces al fondo oscuro e inescrutable de la vida, un jugador que ya no tiene más posibilidades de fichar que en el club de los condenados, ese equipo que juega  en un campeonato dominado por la derrota y el olvido, exento de la pasión y el éxtasis del triunfo. Qué lejos estaban las ovaciones instantáneas del "respetable" rancagüino cada vez que realizaba una buena tapada, olvidadas estaban las entrevistas radiales, los buenos trajes comprados en la tienda “La Mascota”, los cuerpos olorosos a almendras y jazmín de las muchachas obnubiladas por su arrojo, los camarines triunfadores convertidos en abanicos de humedades al término de los partidos, qué distante estaba el alicaído arquero abatido por los autogoles y los penales de la vida, de esa "prenda de garantía en el pórtico celeste" de las tardes futboleras de los cincuenta. El golero Bustos en los descuentos de su vida, ya no defendía su arco, solo esperaba en las cantinas del pueblo que el supremo árbitro tocara el pitazo final.

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